martes, 28 de abril de 2009

La Cocina

En ese momento me di cuenta. Me había costado, el punto de vista era diferente. Yo media un metro más y había vivido años.
“De jamón y queso quiero”. Pero no había. Mamá entró de apurón al primer lugar que encontró al salir del hospital. Yo ya estaba cansada.

Caminando sin parar a través de pasillos interminables, subiendo escaleras y ascensores, hablando con recepcionistas una y otra vez.
Los turnos recién existían para el mes siguiente. “Soy del interior, por favor, ¿no me podrías dar un sobreturno?”.

Todos los techos eran altísimos. En Formosa nunca vi que algo fuera tan alto. Y yo me sentía tan chiquita, los edificios me comían. Me estudiaba las salas de espera de memoria, muerta de aburrimiento. Una vez más el señor doctor iba a apagar la luz y a preguntarme si veía la manzanita de la tercera fila. Mamá luego lucharía horas conmigo para ponerme unas gotas en los ojos, yo llorando desconsoladamente y ella insistente con la promesa de que me daba todo lo que quiera del primer kiosco que viéramos al salir.

Y un día frio de aquel mayo, salimos de aquel hospital. Gigante también. Encontró una puerta y entramos. El lugar era igual de alto que todos los lugares a los que habíamos entrado. Pero era chiquitito. No podíamos caminar, el bar rebalsaba de gente que a los codazos recibía los pedidos de la barra. Empanadas era lo único que vendían. “¿De qué querés?”. Pero no estaban las que yo quería, trataba de mirar la cartelera de puntas de pie por encima de la barra.

“Vamos a un lugar que venden unas empanadas riquísimas”, me dijo mi amiga de la infancia. Pedí 2 de carne. Y el olor me hizo recordar.

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